¡Mira que eres canalla! Todo
me dice que has olvidado las tardes de Cartagena. Han pasado ya casi veinte años
desde el otoño de 1977. Los jueves te esperaba sentada bajo el único álamo del
paseo. Me imaginaba quitándote la ropa en la pensión, recreaba el ritual, tan
familiar y deseado, de restregar mi mejilla contra tu guerrera para aspirar su
olor, mezcla de tabaco negro y sal marina, de sentir tu respiración nerviosa e
irregular.
Nunca
llegué a decirte que adoraba cada uno de los pliegues de tu uniforme, que me
conmovían tus dedos de niño torpe cuando me desabrochabas el cierre del
sujetador, y me conmovía aún más cuando recordaba la belleza de tus pies aquel día en la playa de
Mazarrón, mientras te quitabas las pesadas botas de la armada.
Ya entonces presentía que
ibas a poner patas arriba mi microcosmos y, sin darme cuenta, tu fantasma se
instaló para siempre en mi casa. El primer síntoma fue la necesidad, casi
visceral, de escribir. Mis cajones se llenaron de notas garrapateadas,
cualquier trozo de papel era bueno, servilletas, márgenes de periódico,
envoltorios de chicle, paquetes de cigarrillos...
Tal y como hago ahora.
Aunque esta vez, por fin, me he decidido a utilizar el bloc de notas que me
regalaste, pero ya no hay encanto
que valga, sus hojas color crema, con ese papel tan suave (siempre tuviste buen
gusto para las cosas pequeñas), esperan en vano frases apasionadas.
Pensé que, al verte tan
cerca de mí, te despreciaría tal y como lo hice la primera vez que apareciste
en la televisión. Parecía que dabas un toque intelectual a las mamarrachadas
del moderador del programa, pero en quince minutos ya tuve bastante. No comprendí,
o mejor dicho me chocó, tu filosofía de lo banal, ese torrente de palabras que
maquillaba la frivolidad que allí se cocinaba. Y el medio te atrapó hasta los
hígados. No había pasarela o salón al que faltaras. Absorbiste la ideología,
que no las ideas, de la clase dominante. ¡Maldito camaleón apóstata! Seguro
que, incluso, renunciaste al Jazz en favor de la New Age ¿quién lo iba a decir?
Por eso ahora me río entre
dientes. Ricardito, que sigue tan gilipollas el muy infeliz, dejó caer el día
de su cumpleaños que frecuentabas el Café Central. Tuve que venir a distintas
horas, durante un par de semanas, para cazarte en el momento justo. Y aquí me
tienes, como todos los viernes a las siete de la tarde. Durante ochenta minutos te
observo y, parapetada en la escritura, te lanzo miradas de reojo.
Parece que la vida te trata
con generosidad. Tu última película - El
juego del ganso - rompe las taquillas y no me sorprende su éxito.
Realmente se lo merece. Y es que, compañero, por fin has encontrado tu oficio.
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