domingo, 2 de enero de 2011

Mortimer

En la esquina de los vientos no hay nada estable.
Las mujeres siempre llevan pantalones y los hombres nunca llevan sombrero. Dicen que no siempre fue así. Era una esquina como todas las demás de esa ciudad, con una farola que no oscilaba en ráfagas y perros que alzaban la pata para marcar con orina sus dominíos.
Todo comenzó cuando un nuevo vecino se mudó a vivir en el número 12, exactamente en el apartamento 4-A.
Mortimer era una persona metódica como un metrónomo, regular como las rachas de mala suerte.
Comenzaba su día exactamente a las 8:33 de la mañana, recorría la calle a grandes zancadas, de norte a sur, y regresaba a trote cochinero, de sur a norte.
Siempre iba vestido con las mismas ropas, o quizás tenía muchos trajes, camisas, corbatas y zapatos exactamente iguales. Su paso era firme y decidido, nada ni nadie le hacía apartar la vista del frente. Era indiferente al tráfico, a los traunseuntes y al ciclo de las acacias.
Y de todo esto me acuerdo muy bien, con la huella tan viva que marca lo vivido a los cuatro años.
La primera vez que le vi en su peculiar paseo yo estaba en la escalera de mi casa. Entonces vivíamos en el número 15, justo enfrente de la casa de Mortimer. Aquella mañana yo padecía de amigdalitis y no había ido al colegio. Mis padres me dejaron al cuidado de una vecina que me tenía perdidamente enamorado, con esa intensidad que se pierde a los 25 años y se recupera pasados los 45.
La ayudaba a pintar la claraboya de la escalera de azul lavanda. Mi vecina se había puesto a la cabeza un pañuelo rojo para protegerse de la pintura.
Me senté en el rellano de la escalera, chupando una piruleta, para observarla pintar. Todos mis sentidos disfrutaban. La veía moverse con movimientos armónicos que marcaban sus formas bajo el guardapolvo blanco. Oía el tintinear del cáscabel soldado a su pulsera, olía la miel de su gel de baño y devoraba las palabras que me dirigía.

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