lunes, 3 de enero de 2011

ManYi

ManYi, anteriormente conocida como Mangee, ha tomado el tren de las 9:00 Madrid - San Lorenzo del Escorial.
Es un trayecto que no se hace pesado, son sólo cuarenta y siete kilómetros.
A la mitad del trayecto ya se ve, al pie del monte Abantos, la mole granítica del Monasterio del Escorial. El pueblo está rodeado de pinares, fresnedas adehesadas, castañares y grupos de orgullosos arces de Montpellier.
ManYi decide recorrer a pie el camino de la estación al pueblo. Franquea la verja de los parques y jardines de la Casita del Príncipe y se sienta bajo una de las sequoias plantadas en el siglo XVIII.
Saca de su bolsa una botella de zumo y, alzando la barbilla, bebe de ella. Se atraganta entre carcajadas, se acuerda de un comentario que alguien, algún día, le dijo al verla beber.
Enciende un cigarrillo ligero, casi etéreo, de filtro blanco. No le sabe bien y lo apaga sobre una piedra plana. Debería haber traído su pitillera plateada con un motivo céltico en la tapa. En ella guarda los cigarrillos que un amigo lía para ella con el tabaco que crece en el huerto vertical de su enamorada.
Mueve la cabeza, rápidamente, de izquierda a derecha mientras pronuncia un NO, el único NO del mundo que no hace daño a quien lo escucha. Ya no volverá a fumar. Las promesas a la luna hay que cumplirlas.
El pañuelo gris que le cubre la cabeza está ligeramente empapado en la frente, no es sudor; son gotas de té negro que, ella y yo sabemos muy bien, salen de sus poros en momentos especiales.
Reanuda la subida de la cuesta.
Ya está frente al monasterio.
Pasa junto a SU hotel, el hotel en el que durmió siete noches de septiembre y dos de octubre.
Del empedrado de las calles saltan a su paso jirones de recuerdos que nunca se fueron, que nunca se irán, porque han consolidado un presente firme que se proyecta al futuro. Y ManYi al pasar junto a la casa donde vivió un poeta, de nombre Antonio, recuerda el poema que llevaba en el bolsillo cuando lo encontraron muerto " Y te daré mi canción, se canta lo que se pierde, con un papagayo verde que lo diga en tu balcón".
ManYi no canta, a pesar de que tiene ganas de hacerlo. Ella no ha perdido nada, es más ... ha encontrado, la han encontrado, se han encontrado.
Pasos perdidos de besos encontrados en un soportal.
Cuerpos que se buscan y manos que se entrelazan al pie de un abeto.
Labios que capturan y sorben gotas de ámbar, resina y miel del delta.
Notas del swing blues de Sean Leavitt.
Venus al sol de una lámpara que no luce, que pronto se encenderá, porque decidió no arreglarla hasta que pudiera iluminar todas sus noches junto a él.
Arcanos que no se equivocaron al ver su futuro, ese día en casa de la Ceiba.
Transformaciones que sólo los allegados perciben.
Mientras bordea el contorno del monasterio, escucha susurros que le cuentan el cisma que preparaba Felipe II. Cisma fallido, equivocado en su planteamiento. Abandonar Roma sin tomar ritos célticos, sin entronizar a la Diosa de las Tres Espirales Tatuadas.
Desmenuza un bizcocho y arroja las migas a las carpas, doradas y cisnes del estanque.
Ya está cerca de su objetivo.
En la dehesa que se extiende al este del estanque, ManYi se detiene al pie del castaño más alto del claro.
Saca un objeto reluciente y lo arroja hacia la copa. No cae al suelo. Se ha quedado en un nido vacío.
Es el exvoto de agradecimiento. Las promesas soñadas se han cumplido.
Y ManYi regresa, no se va, regresa porque ya tiene un lugar al que regresar todas las noches. Un lugar que tiene todo y a todos los que quiere y que la quieren.

Al comienzo de la primavera siguiente, los bosques del Escorial contemplaron el vuelo de una bandada de pájaros poco comunes allí. Ningún ornitólogo supo explicar por qué las plumas de los alcotanes dibujaban una libélula blanca en la cola.

No hay comentarios: