domingo, 2 de enero de 2011

La ciudad blanca

En la vida de Mangee siempre aparece el número tres. Tiene tres pasaportes y se entregó a tres amantes.
Probablemente hay tres razones que le han hecho venir a Lisboa. Si le pidieras las tres razones, te diría dos y la tercera la sepultaría en la caja negra lacada que esconde en algún lugar de su dormitorio.
Esta mañana salió muy temprano del Hotel Europa, atravesó la Plaça del Rossio y siguió el recorrido del río Tejo hasta Belem, a escasos kilómetros del Atlántico.
Desayunó frente al Monasterio de los Jerónimos y se sentó a contemplar los barcos que rfemontaban el río. A mediodía tomó el tranvía 47 y dos paradas antes de la terminal se bajó. Recorrió el laberinto blanco de los barrios occidentales, siguiendo probablemente el guión de Tanner cuando filmaba La Ville Blanche..
Frente al consulado francés un pequeño restaurante de aire familiar apeló a algo que aún no salía a la luz.
Tomó asiento junto a una mesa ocupada por una pareja.
Él le hablaba de amor y ella le iniciaba en los secretos de una religíon céltica que llegó a tierras americanas.
Tenían la complicidad del amor encontrado al paso, no de las huídas hacia adelante que terminan en brazos equivocados.
Y hablaban en un idioma para dos, con expresiones que fuera de ellos no significaban nada, de la misma manera que las pulseras de la mujer de bellos hombros sólo se reflajaban en las gafas del hombe de pelo gris.
El hombre se levantó y su mano acarició la mejilla de la mujer. era un acto involuntario, dirigido por la voluntad del amor que estallaba en esa mesa.
Se inclinó para decirla:

" ... y cuando paseemos descalzos en la costa pacífica arrojaré al océano mi pulsera de oro, para que algo mío me llevé definitivamente a ti"

Mangee suspiró y siento que acababa de perder a su amante número tres, al mejor, al que ya nunca abrazaría

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