lunes, 3 de enero de 2011

Jacinto

A Jacinto siempre le rodeaban personas incompletas y objetos rotos.

No sabemos si su magnetismo por lo inacabado y/o deteriorado empezó el día de su séptimo cumpleaños o, simplemente se le abrieron los ojos en tal fecha.
A él y a su primo gemelo (así llamado porque ambos nacieron el mismo día pero de distinta madre; si no serían hermanos) les regalaron una lancha con motor a cuerda. El primo sostenía que era un yate mientras que Jacinto aventuraba, con todo el aplomo de sus flamantes siete años, que era el buque insignia del famoso pirata Seagull II Thames London tal y cómo indicaba la inscripción en la popa de la embarcación.
Cuando les entregaron los regalos a los primos gemelos, Jacinto observó que el compartimento de la maquinaria motriz no era estanco, pero lo observó cuando botó la nave en un barreño de plástico. Se inundó la sala de máquinas, el buque quedó ingobernable y a merced de las traidoras corrientes de barreños, fuentes, charcos y bañeras.
Desde aquel día todo objeto que caía en sus manos irremediablemente tenía una o varias taras. Los forros de los cuadernos escolares se despegaban el primer día de clases, todos los zapatos le martirizaban el empeine izquierdo, el reloj que le regalaron en la primera comunión se rerasaba voluntariamente para marcar la hora de Camerún y los botones de las camisas se desintegraban bajo el suéter.
En el instituto sólo se relacionaba con Juan Murcia (adolescente estrábico hijo de un carnicero) y Rafal Betsabé (brillante matemático que era incapaz de dominar sus esfínteres).
Con las chicas le pasaba tres cuartas de lo mismo.
En una fiesta de su curso organizaron un baile en el gimnasio, nuestro heroe hinchó el pecho y fue pidiendo baile a todas sus compañeras. Recogía noes contundentes y dolorosos cómo golpes de granizo en el cráneo.
Tan sólo aceptó María Gayo (la chica más bajita de la clase). Aceptó con naturalidad, con la misma naturalidad con la que le vomitó dos litros de gaseosa y varios puñados de cacahuetes en el pecho.
Cuando cumplió los veinte años fue llamado al ejército. Le destinaron a una barraca en medio de un campo de sandías. No aprendió ninguna virtud castrense pero constató que la ingesta diaria de sandía produce diarreas explosivas, sulfurosas ...
El mismo día que le licenciaron entró en vigor una ley que abolía el servicio militar obligatorio.
Blasfemó en todos los ritmos y tonalidades.

Y le dió por escribir, pero esto es todo lo que me ha llegado de él. El folio autobiográfico que encontré entre las páginas de un diario abandonado estaba lleno de manchas de tinta, borrones de todas formas y tamaños.

Yo diría que la pluma se le descargó en el bolsillo de la camisa.

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