domingo, 2 de enero de 2011

Primer gran viaje

Teníamos ventitrés años y nos comíamos el mundo antes de que él nos comiera a nosotros.

1 de agosto, cargábamos el coche para el que iba a ser nuestro viaje más ambicioso. Poca ropa, menos dinero y todo un surtido de productos alimentarios de la tierra. El español, a lo largo de su vida, vende mil veces a su patria pero nunca renuncia a su gastronomía.
La idea era viajar desde Madrid a Ruovaniemi (círculo polar ártico en Finlandia). Ya teníamos experiencia viajera, pero ése sería nuestro Gran Viaje fuera de los grandes circuitos organizados. La cosa se presentaba difícil, Juanito nunca tuvo permiso de conducir, aunque era el mejor copiloto del mundo, y Vicente sufría las limitaciones de los pragmáticos.
Eramos una pareja que ahora descubro en todas las películas de Woody Allen.
Yo ya había preparado una buena selección musical, soul clásico y glorioso funk de los 70 (The Meters, Funkadelic, etc) pero confiaba más en mi capacidad para inventar relatos sobre la marcha. Era vital que el único conductor no se durmiera de aburrimiento.
Atravesamos Francia sin dificultades. Juanito, muy sentimental, ordenaba parar en los bares de carretera que llevaban el símbolo bicolor (rojo/azul) de Les Routiers.
No estábamos aún preparados para ese viaje, entonces yo sólo contaba con tres cursos en la Alianza Francesa más el inglés del bachillerato (barnizado por algunas frases hábilmente robadas a Leonard Cohen).
En las autobahn alemanas me volví loco, descubrí que los mapas Michelin era buenos y que no todos los pueblos alemanes se llaman Ausfahrt (Salida en alemán), también descubrí que un circuncidado cómo yo no debe temer a encuentros con neonazis en las duchas colectivas.
En Holanda la policía de Amsterdam me estuvo buscando sin yo saberlo. Dejé a Vicente durmiendo en un albergue de los Hare Krishna (éramos pobres cómo ratas) y salí a pasear. Me metí en un club mítico, - The Milky Way -, y allí concocí a Margreet, una exhuberante pelirroja descalza, fuerte cómo Boedicea, atractiva cómo las hijas de Jethro. Era amante ocasional de un componente de Focus y tenía el corazón más democrático que me he encontrado en este mundo.
Recorrí, con ella, todos los puntos interesantes del mundillo musical de Amsterdam. Y nos dormimos en un parque. Al regreso al albergue Vicente me dió un puñetazo en la mandíbula mientras los policías holandeses, meándose de risa, rompían la denuncia de desaparición y me daban palmadas en la espalda (suponían que me había encamado con alguna holandesa ligera de cascos).
Ahora, casi treinta años después, he encontrado a Margreet en un foro en internet. Sé que pinta cuadros, en la línea de Botero, y que está recluída en un sanatorio con un terrible virus alojado en el corazón. Me escribe de vez en cuando y se lamenta de lo que pudo haber sido y no fue.
El viaje continuó ...
Llegamos a Dinamarca. Teníamos que tomar un ferry-boat de madrugada para la travesía Grena - Helsinborg, pero nos perdimos. Acabamos en un club emborrachándonos con una banda jamaicana de reggae (éramos los únicos cabezas negras en ese pueblo danés).
Por fin conseguimos pasaje en un barco desde Aalborg hasta Tampere (Finlandia).
Vicente, una vez más, pasó la travesía durmiendo. Yo salí a cubierta. La noche era magnífica. En mi mochila había guardado una flamante cámara réflex que había comprado en mayo, auto regalo de cumpleaños. A unos 100 metros del barco navegaba un destructor soviético, por aquel entonces mis debilidades eslavófilas ya empezaban a apuntar e intenté fotografiar el destructor.
Un vaivén del barco casi me lanza al agua.
Quiero pensar que, ya que estabamos en aguas jurisdicionales danesas, la sirenita de Andersen quería que nos reuniéramos. Pero desgraciadamente no fue así.
Ya en Finlandia me encontré con un centenar de sirenas varadas en tierra. Pero no eran magnéticas ...

Hubo una que quería ponerme al frente del restaurante de su padre, pero eso es ya otra historia.

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