domingo, 2 de enero de 2011

El bucanero encallado

Aquel bucanero nunca se embarcó.

Su dormitorio era el camarote más confortable de tierra firme. Las noches en las que un viento frío se levantaba bajo la mesa, el bucanero escribía. La mayor parte de las veces se inspiraba con un buen trago de ron sacado de una damajuana de roble francés. Las farolas de su calle se le antojaban destellos del faro de Alejandría mientras escuchaba los maullidos amorosos de una gata, venida sabe Dios de dónde, que correteaba sobre su tejado,
Alumbrado por el ron conversaba con R.L. Stevenson y el capitán Drake sobre galernas, tifones y abordajes. La última conversación fue reveladora; les habló de su amor más intenso y canibal, de aquella mujer que le vacunó definitivamente contra los amores mercenarios de los puertos.
Era Mangee, hija de un sobrecargo irlandés y de la sobrina de Sun-Yat-Sen. La conoció en el paseo del Bund en Shangai una noche en la que las luciérnagas se inmolaron para iluminar la belleza de Mangee.

Esta mañana vi al bucanero sentado bajo una acacia, prendió el tabaco de su pipa con cazoleta de espuma de mar y me guiñó el ojo. Vi cómo el humo ascendía en espirales y envidié a ese viejo cabrón.

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